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PASTOR DÍAZ, PRÍNCIPE DEL ROMANTICISMO. Francisco Leal Insua
 
Reproducimos aquí el capítulo VII “Estampa de la Semana Mayor” del libro Pastor Díaz, Príncipe del Romanticismo que, según es sabido, fue calificado por la crítica nacional como el libro mejor escrito de los publicados en España durante el año 1.943. Por la observación de la psicología de las multitudes y por la fidelidad con que se recogen los actos externos de nuestra Semana Santa, no podíamos pasar por alto este trabajo de Leal Insua, en el que se mezclan los elementos de la estampa y del ensayo para la mayor alabanza de Vivero

 Oficio de Tinieblas

 Las carracas y las martabelas agrian las calles apacibles del Miércoles Santo. Cuando se apaga la última vela del tenebrario de una de las parroquias, la chiquillería corre a la otra e irrumpe en el templo derribando los reclinatorios porque en este día la liturgia admite sus rebeldías para que los Santos se entristezcan con los sufrimientos del señor tras las penitencia de los paños que tapan los altares.

 Las verdaderas víctimas de este día son los sacristanes. Ellos han de defender los reclinatorios contra la avalancha infantil enfebrecida de rodeznos y de roturas. Sobre todo, porque los muchachos prefieren los de las señoras pudientes, y un desperfecto en ellos supone la negativa de la exigua propina anual.

 Pero el Oficio de las Tinieblas se siente igualmente en el casino. Es la hora  de echarse a pensar en los días que vienen cargados de silencio  y de recogimiento. Las procesiones, las funciones de iglesia, la visita a los Monumentos…, todo eso trae una interrupción a los pasatiempos cotidianos. Y los señores socios sienten también de su voluntad atrofiada la limitación del paño morado de los altares.

Un Modo de Estar

Yo creo que los casinos son una dolencia grave para los pueblos. Le café es un lugar donde se coincide, donde se ve a los amigos, donde se charla antes de volver a la oficina, o donde, todo lo más, se pierde el tiempo en juegos inútiles. En el café, en algunos cafés, la tertulia conserva la palabra de interés por coincidencia tácita de artistas o de eruditos. Es una selección de simpatía, de afinidad. Pero en el casino, sobre todo en los casinos de pueblo, la selección está regida por el recibo mensual, que viene a convertirse en una patente de señorío. La diferencia esencial entre el casino y el café es que aquél constituye un modo de estar y éste un modo de pasar.

Un modo de estar que incluye siempre la crítica negativa de todo lo divino y de todo lo humano, con preferencia del chisme menudo sobre las personas y las cosas de cada localidad. Detrás de los cristales de los casinos la miopía psíquica de los ineptos se clava en la vida privada de cuantos pueden elevarse por impulso propio  ante el privilegio de los que se creen más altos por razones de profesión  o de herencia. Y es curioso notar como los que firman una solicitud para ser incluidos en la comunidad de esas sociedades recreativas renuncian sin darse cuenta a todo lo que pueda tener una actitud juvenil. Son espíritus decrépitos aunque en la casilla de la edad pongan un dos y un cinco.

Ya dentro, he observado en varias ocasiones que estos socios jóvenes comienzan su labor de crítica haciendo chacota de los indianos que discuten en el salón con marcado acento regional. Esto es una manifestación de represalia de esos espíritus seniles contra todo lo que significa acción. La decrepitud lleva consigo la impotencia; y los indianos, en los casinos, representan aun la posibilidad  de volver a hacer si el destino rasgara de un tajo la decoración de su comodidad presente.

Es señor que, jugando al tute, canta las corenta o que, discutiendo,  espera que haiga una solución, no es tan risible como a los socios jóvenes les parece. Ese es aquel muchacho fornido que en la paz adusta de la aldea sintió un día la inquietud de la aventura y se supo fuerte para dejar el cayado de pastor o la reja del arado y cruzó los mares y no necesitó el aval del título académico para conquistar, donde fuera,  un puñado de oro con el que comprar después, de vuelta a la tierra materna, un hogar propio para la vida y una tumba de buen ver para la muerte. Y entre la muerte y la vida, juega ahora o discute en el casino mientras caen a su lado palabras mezquinas en la tarde del Miércoles Santo.

Almas Sombrías

Las gentes de casino tienen un carácter específico. Son almas sin vida interior incapaces de afrontar el diálogo con el silencio; seres indigentes que han menester la limosna de la presencia de los demás para no ahogarse en el agua viva y fecunda de la soledad de las horas.

El trabajo está en razón inversa de los núcleos de población. En las ciudades se trabaja menos que en los pueblos, y en éstos menos que en las aldeas. La aldea no puede tener nunca hombres de casino, y en la ciudad el casino es una distracción  más. De ahí que sea en los pueblos donde el casino alcance mayor prestigio a pesar de sus estancias ahumadas oliendo a desastre colonial.

El que observa un poco la vida de los pueblos, notará como el anuncio de la primavera no está ni en la primera flor ni en los signos del calendado. El alma simple de los niños busca la luz. La primera instancia sueña con alcanzar la luna y, ya de mayorcitos, juegan los niños a aprisionar el sol en trozo de espejo. Cuando los muros de las calles y de las casas se ven agujereados por ese inquieto rayo de luz, la primavera está para colgar de las ramas ateridas el mimo de un brote. Este juego es el precursor.

 Claro que también se hace en los días limpios del invierno, pero son casos aislados. Solamente se generalizan al llegar la primavera porque el instinto infantil presiente en la temperatura y en la intensidad lumínica la proximidad del renacimiento de la tierra.

Por el contrario, la decrepitud de alma huye de la luz. Si la ancianidad está  sólo en las arrugas de la cara, busca el sol y los jardines al igual que la infancia. Pero si se apoderó también  del espíritu, entonces el sol es como el folio abierto de una acusación. Y el alma sombría de las gentes de casino prefiere, si es de mujer, el brillo mentido de la cristalería de las lámparas en la vanidad de sus telas; y si es de hombre, la fiebre en penumbra del póker o la doblez del comentario malévolo reclinado en el fracaso mullido de un butacón.

Marineros de San Ciprián

 Los afanes  de la tarde del Miércoles Santo se cierran en Vivero con las ventanas de las casas de los artesanos, que estuvieron abiertas durante el día a fin de que el aire templado entrara a secar los pisos recién fregados. Quieren allí siempre los pobres recibir la Semana Santa limpios de cuerpo y de alma para que la  mirada del Maestro, cuando pase en las andas con la cruz, no tenga que reprochar su descuido a las mujeres.

 En las primeras horas de la tarde del Jueves las calles se llenan de familias que entran y salen de los templos. El pañuelo de seda  a la cabeza de las mujerucas con las dobladuras de varios años, el mantón merino de ocho puntas conservado en un ligero vaho de naftalina; el andar cansado de los ancianos del Asilo con los trajes de os señores del pueblo que ya murieron, en filas de niños colegiales; las botas de los obreros limpias del cepillo de los días festivos…, todo sale a la calle recogidamente para cambiar en las iglesias la alabanza del Gloria Patri por la tristeza del Laus Tibi, Domine.

 La gente acude después a la procesión de los Apóstoles que sale de la iglesia de Santiago. El paso de La Cena es llevado siempre por hercúleos pescadores. Aquellas trece cabezas están talladas por la mano experta de un escultor de San Ciprián, Sarmiento, que supo dejar en la madera la expresión abstraída de doce marineros de aquel puerto vivariense. Para la imagen de Judas copió la fisonomía de un acreedor suyo.

Cuenta la tradición que el primer año que salió esta paso, los vecinos de San Ciprián vinieron a verlo y señalaban por las calles en alta voz, con los nombres propios o con los apodos, a cada uno de aquellos marineros que por un milagro del arte subieron a la mesa de La Cena eucarística y se quedaron allí sentados, bajo el manto de terciopelo de color, mirando a las tortas de huevo de verdad y a la lechuga fresca mientras el Señor bendice la ázimos.

 Es la última vez que se ve al Nazareno sin padecimiento aún. La gracia eucarística, racimo y espiga de todas las sendas, se advierte en los misterios de este día como una promesa de eterna sustentación. Pero al final del cortejo los fieles alumbran y a Jesús en el Huerto. Aquel rostro emotivo y perfecto mira al ángel de un olivo y se estremece viendo un cáliz entre las hojas puntiagudas, que tiemblan también con el frescor de la brisa del atardecer. Y como un anuncio de cuanto está para ocurrir, allí va, además , el Ecce-Homo con un cetro de caña cerrando la procesión para que los hombres no confíen con demasía en la firmeza de las cosas de la tierra.

A la noche la gente ha de acostarse temprano porque el Viernes Santo comienza al amanecer con le piadoso ejercicio de La Pasión en las Concepcionistas y termina a la media noche al recogerse la procesión de la Soledad de María.

El Encuentro en la Plaza

A las siete de la mañana del Viernes, la corneta del judío encapuchado anuncia el paso del Señor por la calle que baja del Ayuntamiento. Cerca de la Plaza quedará esperando a Simón de Cyrene que no acaba de llegar para que le descargue el peso del madero. Por otras calles pasan de prisa La Virgen, San Juan y La Verónica. Van sin acompañamiento, como huidos, buscando el rostro de Aquel que, hacia el Calvario, aún cuelga en la sutileza del aire palabras de consuelo para que las recojan los oídos de las almas piadosas.

Cada una de estas imágenes permanecerá pensativa en un portal de cualquiera de las esquinas que dan a la Plaza para salir al paso del que viene a redimir a los hombres.

Cuando evoco estas sensaciones vividas allí desde la infancia yo siento que el verdadero dolor de las representaciones futuras no está ni en la voz de los predicadores ni en la liturgia de día. No. Va tras estas imágenes que recorren las calles para salir a  esperar, en le lugar designado por la costumbre, el momento decisivo de la entrada a la Plaza. Va en pos de ellas que cruzan a paso vivo, solas, sin velas, sin ministros del culto….

Las estatuas sagradas se esculpieron para la adoración, para la presencia de los fieles. Y aquí, mientras la gente se levanta del lecho La Virgen María, La Verónica y San Juan andan apurados buscando al Maestro, que al fin aparece en la Plaza lentamente, gravemente, enseñando a los hombres la suprema lección del sacrificio.

Jesús con la Cruz a Cuestas es una figura imponente, gigantesca, devota. Tiene mecánica de resortes para mover el brazo derecho y para desplomarse sobre las piedras de las andas. La Plaza se llena con muchedumbre de gentes de todo el contorno y en los balcones y galerías del espacioso cuadrilátero van tomando sitio las familias más distinguidas del pueblo. En los miradores de la casa de Don Manuel de Froilán se ven todos los años a las Hermanas de la Caridad, como en un abono, siempre iguales ellas aunque no sean las mismas. El púlpito se coloca en el “fondal” de la Plaza, y, al aparecer el Nazareno, la gente se abre paso y el fraile  comienza a predicar.

Ante esta emocionante ceremonia del Encuentro tan tradicional en vivero parece como si el tiempo no fuera nada, como si no hubiera más mundo que el de este espacio anchuroso, como si aquí se hubieran reunido todos los hombres para no desear nada, para no hacer nada, para mirar tan sólo.

Desde uno de los balcones un sacerdote con bonete y escapulario franciscano entona apesadumbrado, cual si hubiera sido él quien la dictara, la sentencia de Poncio Pilatos. Y el Cristo anda unos pasos hacia la Puerta Antonia y salta el alarido de la corneta del encapuchado y cae por primera vez al suelo el señor de las alturas.

Por encima de la Plaza las gaviotas vuelan pausadamente con las alas inmóviles. Como el Jueves no se hacen  a la mar los pescadores, ellas miran desde lo alto la Ribera vacía y ven, en cambio, que la gente se aglomera en la Plaza. Y acuden aquí cual si hubieran dejado la paz bravía de la isla Gabeira en el amanecer del Viernes Santo para ser también testigos de la gran tragedia de la humanidad. Ellas, que aman la soledad de las olas y la epopeya de las rocas erguidas sobre el mar, cuanto es fuerte, cuanto es grande, no podían faltar a la hora en que un pueblo marinero se reúne para conmover de arrepentimiento ante el dolor del Hijo del Hombre.

 San Juan sale de la calle que baja de Santa María y halla al Maestro que le mira largamente, tristemente. Otra vez la multitud se abre paso y el Discípulo Amado se apresura para ir a buscar a la Madre Afligida. Pronto doblan, ya juntos, la esquina de la rúa que viene de la Ribera y La Virgen contempla al que ha caído por segunda vez. El dedo de San Juan sigue señalando al Maestro, pero ahora que ya lo vio la Dolorosa la advertencia es para las gentes.

La Verónica deja la calle Pastor Díaz y se adelanta y seca el rostro al Señor, mientras que La Virgen lleva a los ojos circundados de brillantes diminutos un pañuelo de encaje bordado por mano de novia que no llegó a  casar. Bajo las andas va un artesano que es el que da movimiento a los brazos de la imagen. Al tomar la copa de aguardiente en la última taberna de la calle antes de salir para el Encuentro, la tabernera le recomienda, toda estremecida de santa solidaridad materna:

- ¡No le hagas llorar mucho, hombre!

El predicador da los últimos toques al sermón, y al terminar, se organiza la procesión hacia el Calvario de Santa María. Se aprieta la gente, se empuja, y comienza la subida por las rúas estrechas….

En Santa María el Señor cae por tercera vez y toca a agonía la campana grande de la parroquia. Le responde la pequeña del convento y las monjitas meten por las celosías su mirada temerosa. El predicador las llama hijas de Jerusalén y el Nazareno, apiadado, levanta su diestra para bendecirlas.

Y bendice también al pueblo porque ha compartido, con su angustia, la angustia de la cruz.

El Desenclavo

A las cuatro comienza allí mismo la ceremonia del Desenclavo. En un madero alto está El Cristo con los brazos abiertos. A la derecha, La Dolorosa; a la izquierda El Evangelista. En el fondo del tablado se ve un gran paño negro para que la lividez del Redentor sea más impresionante. Sobre un banco tallado se sientan el señor Cura, que preside, y los dos sacerdotes que han de actuar en el Descendimiento. Los tres, revestidos de alba y con estola.

El predicador dirige desde el púlpito portátil la ceremonia, que dura una hora, en la cual aguijonea la emoción con la glosa de los textos sagrados y manotea y grita  y suda, en tanto que La Mangoña pone en este día sordina a su pregón de las naranjas para que los fieles, al servirse de ellas allí mismo sin escándalo, puedan chupar un gajo discretamente como queriendo aliviar el suplicio de sequedad y de elocuencia que tiene que soportar sin remedio el fraile predicador. 

 Nicodemus y Josef de Arimathea, dos de los sacerdotes, suben las escalas y comienzan a desclavar las manos. Se pliegan los brazos, y el pelo es más lacio así con los brazos derribados, pelo áspero de muerto que sujetan las espinas de la corona hecha de silvas gruesas.

¡Qué dolor y qué llanto el de la desolada madre al sentir los golpes del piadoso martillo de plata!

Los novios, en esta tarde del viernes Santo, densa, honda de silencio de jilgueros, se miran distantes. Todo el dolor del día va en los ojos de las mujeres, y el amor se muestra sumiso para que no exalte la reacción del contraste. Porque el amor es posible que sea redondo como la tierra y que tenga un horizonte asequible para nuestros ojos, pero nunca, ¡nunca!, para nuestras manos. Línea incierta a la que vamos ávidos, y, al no llegar, nos quedamos con fatiga. Hasta que nos acostumbramos a acercarnos a un punto, a la montaña que toca al cielo, y una vez allí, comprobamos que el cielo sigue tan distante. Un horizonte…, otro…, otro…. Y en uno, en el que sea, se nos ocurre comprender a Santa Teresa. Ella tan andariega, tan enamorada, los pasó ligera siempre. Y se diría:

-¿Para qué, Señor, poner este término cercano?

Y marcaría la línea del Infinito, la inasequible, la única acaso en que no se sienta fatiga al llegar y donde se verá, ¡al fin!, la mariposa grande y solemne de la Verdad con su alas sutiles plegadas en el reposo del sol abierto.

La Procesión del Santo Entierro

 Al terminar el Desenclavo se organiza la procesión del Santo Entierro. Es la más lujosa de todas las del año. Los llevadores van encubiertos por negra ropa talar de larga cola y un gran cucurucho con antifaz. San Juan, La Magdalena, El Cristo Yacente, María al Pie de la Cruz, La Dolorosa…. Imágenes piadosa  talladas en tamaño natural que sólo salen en esta procesión una vez al año. Aquí van también los estandartes de terciopelo negro con las letras en oro S. P. Q. R., el lema Senatus Populusque Romanus de la fórmula alcanzada por el tribuno Volerón con los plebiscitos.

Esta procesión podía trasladarse a cualquier gran ciudad sin desmerecimiento; pero es estas calles angostas, en este ambiente medieval tiene un encanto íntimo, una emoción inesperada para cuantos la miran por primera vez.

 Las parroquias de Santa María y de Santiago, con la Venerable Orden  Tercera, se enaltecen en estas solemnidades del Viernes Santo, y los vivarienses las esperan desde la distancia de los demás días del año.

 Los Pies Doloridos

 A la noche sale de Santiago la procesión del Silencio. No van en ella más imágenes que San Juan y La Dolorosa. Los pies están dolidos del místico ajetreo del día y todo respira desde el atardecer un aire cansado. Por las calles dejan las velas de los  caladiños las últimas lágrimas, que se endurecen sobre las frías baldosas del pavimento.

El Viernes Santo en Vivero es un día lleno de impresiones religiosas. No hay tiempo ni para un pensamiento disipado. Día concentrado de fe de multitudes pasadas, de viejas tradiciones que se renuevan. Desde el Encuentro a la Soledad, el Nuevo Testamento revive en la voz de los predicadores y el ambiente trágico de la ciudad deicida se nos acerca en la rememoración de todos los cultos.

 Grandes artistas debieron de ser los vivarienses antiguos para que pudieran legarnos la herencia de tanta emoción, la vibración de tanto recogimiento entrecerrado en los muros de los templos y de las rúas.

...el Sábado de Gloria los sacerdotes duermen la siesta para reparar toda la fatiga litúrgica, y los señores del casino vuelven a sus comentarios y a sus juegos, y analizan si hubo exceso en la santa indignación de los frailes predicadores al lanzar sus anatemas sobre la maldad humana.