Pregon 1952 Imprimir

La tierra que espera  
  
Por Antonio Prados Ledesma  
 

Una valoración de estados anímicos como vehículo de integración cósmica, nos llevaría a la consecuencia de que nada como la tristeza para centrarnos en nosotros mismos. Vale decir: en el infinito. Un hombre que toca su soledad, que oye su propio latido, constituye siempre un centro telúrico. En este plano, el hombre quiebra ya su reducido círculo espiritual, traspasa su mando cotidiano, se erige en núcleo de todo lo existencial. El alma, toda el alma, rota en cien ojos insomnes, verifica su hipóstasis celeste. Todo está ya en nosotros. No hay horas ni lejanía. No hay ayer. No hay mañana. Todo el tiempo es presente. Hemos borrado la distancia. Es entonces cuando lo pequeño adquiere su máximo valor afectivo. Todo lo que nos rodeó, lo que constituyó nuestra vida de atrás, el suceso diario, las cosas nimias y triviales—el paseo mecánico y sin objeto, la puesta de sol, aquel suave rincón de campo verde, el hogar, los amigos—, tornan dolorosamente a la conciencia. Quisiéramos retrotraernos, volver al pasado, sumirnos en él. Pero, ¿cómo? La vida es un río que camina inexorablemente hacia adelante, siempre adelante. Los sucesos se precipitan sobre nosotros, nos atropellan, nos empujan. No hay lugar para la vuelta. Esta lucha interior, angustiada, del ser y su recuerdo, este eterno debatirse del hombre y su ancla, este anhelo irrenunciable a los viejos caminos, producen esa infelicidad, esa íntima. y suave tristeza que Galicia, tierra de pinos músicos y cielos claros de lapislázuli, ha bautizado con un nombre fino y entrañable: la SAUDADE. Una dulce enfermedad verde-limón que sólo padecen los pueblos poetas.


   
Hablo de la SAUDADE, ya frente a la Semana Santa de Vivero, y en lo que esta suprema efemérides tiene de influencial en el hombre; esto es: como creadora de estados psicológicos. Días contemplativos y de dolor, capaces por su propia grandeza de anegarnos en todas las alburas. Ved: ha huido la alegría, han callado los élitros y las campanas, se han dormido los vuelos, para dejarnos en esta serenidad transparente y gloriosa. Estamos solos con nuestra angustia, solos con nuestra alma. Pero mejor que así sea. La dicha, por lo que tiene de fluidez, nos lleva a la exósmosis, nos roba la intimidad. Hay algo aquí que grita tumultuosamente en nuestras venas, que nos echa en brazos de los demás. Perdemos nuestro propio perfil. No somos nosotros. Nos hemos disuelto. Hemos pasado de lo definido—el microcosmos- a   lo abstratacto:   masa.  Y al revés la tristeza. Estar tristes! supone ya una clausura, un ovillarse en sí mismo, la vuelta total y cerrada a la concre­ción. Toda nuestra carne es muro. Y es ahora, en este emparedamiento, en esta supresión de todo lo externo, cuando nuestro yo—no lo actual, sino lo soñado—, adquiere sus máximas dimensiones, su más alta cima. Hemos llegado, por endósmosis, a una plena inmersión en lo divino.
Semana Santa de Vivero. Cristos velazqueños, cárdenos y sangrantes. Marías dolorosas. Piedad. Hay aquí, en este abril melancólico todavía sin flores, una ternura desgarrada de Cielo a corazón. Tristeza de pájaros y nubes. Tristeza del alma, asomada temblorosamente a la agonía de Cristo, que camina a la muerte. Nada tan emotivo, tan hondamente evocador como esta Semana Mayor vivariense que da cada año una actualidad maravi­llosamente viva a la tragedia del Gólgota. He dicho viva; esto es, presente. De hoy y de ayer. Eterna. Sin agrideces de luz mediterránea que aturdan, sin orgía floral ni centelleos que veden el éxtasis. Casi del Greco. Dulce, cálida, humana. Un aire bajo de nimbos inmóviles arropa una topografía conmovida que llora y presiente. Todo está así, transido, alerto, de bruces. Seres y cosas se diafanizan, se sensibilizan, comprenden. Arriba, lento, redondo, sin bordes, pardo de horror y de sangre, el Misterio. Todo el Misterio de la Muerte. Todo, el inmenso MISTERIO DE LA VIDA.

Así pasa el REDENTOR por las calles de Vivero. Calles pinas y amargas que tienen ahora el retraimiento de todos los lutos y el velar silencioso de todas las con­triciones.   Así.

(...Como si hasta lo inanimado pensara sin fatiga, y el mundo se arrodillara. Como si todo rezase. Como si el Cielo lloviera misericordia y el dolor fuera sed.)

Semana Santa de Vivero. Horas de meditación y de recuerdos. El hogar recoleto. Las Procesiones. Los rezos. Sentimos como si el barro perdiera su gravidez, y el alma—sólo el alma—, flotase. Como si fuéramos niños. Unos niños inmensamente puros. Inmensamente claros. Y pensamos en todo lo doloroso: en la vida, en la muerte. En este dulce Jesús ensangrentado que se inmola. Nos parece como si un agua lustral, venida de muy alto, nos lavara totalmente. Como si nos nacieran alas de pronto. Y quisiéramos tener a nuestro lado, aquí, bajo esta paz, todo lo que nos es querido, todo lo lejano y entrañable, lo que llamamos pasado, las pequeñas cosas, las primeras sonrisas, el hermano ausente, todos los hermanos ausen­tes de Vivero, que allá, en América, luchan y sueñan con nosotros, y que ahora, en estos momentos, oirán penosa­mente en su corazón los pasos silenciosos del RABBI por las calles natales.

  Pero no. ¿Para qué? Ellos están a nuestro lado. Los vemos con claridad. Esta diafanidad interior nos acer­ca. ¡Es todo tan nítido! Los vemos con los ojos del alma como el día que marcharon, peregrinos de un ancho ca­mino de esperanza y de fe. Ved como ocurrió:

Fue ayer—¿cuándo?—. Un alba cualquiera. Ayer. Venía la mañana en el clarín de los gallos y en la última estrella. Era aún joven, muy joven. ¡Y se iba, Señor! Miró por última vez el quieto rincón aldeano. No era huraño ni sórdido. Al contrario. Todo era suave y acogedor, cándido y bueno. Olía a frutos maduros, a pan, a trabajo. No lo   expulsaba   la   geografía,   la   tierra árida y fosca que el hombre maldice. Pero se iba. Atrás quedaba todo: los


campos idílicos, la casa gris y soñolienta, de una ternura caliente de lino y de establo, la familia, la juventud, el bienestar, un viejo amor.   ¡Todo!

¡Y nos dejaba! Era el espíritu. La Raza. Tenía la fiebre de todas las latitudes, el pálido maleficio de todas las rutas. Le tentaba lo desconocido, el más allá fuliginoso y espléndido, las riquezas, la lucha. Este algo terriblemen­te enorme que impulsó a sus abuelos, los iluminados de todas las singladuras. Era el ancestro que cantaba en él su música premiosa y alucinante. Donde aleteara el miste­rio, donde hubiera un pedazo de gloria que conquistar, donde se alzara lo Imposible. ALLÍ.

Este es el hombre de Vivero. El gallego. Hombre ímpetu. Hombre hélice. Voluntad. Movimiento. Peregrinaje. Y, como ella, nostalgia. Dolor de la cala remota, de la vieja ensenada azuleante. Por eso no nos dice «adiós», sino hasta luego. Y hasta luego es volver. ¿Volver? Sí. Cuando sea. Tal vez mañana. Cuando menos se piense. Es su destino: salir, luchar, triunfar. Después, otra tarde cualquiera, como en los versos de Machado, volver.

«Está en la sala familiar, sombría, y entre nosotros, el querido hermano.»

Volverá a morir aquí, cabe la iglesuca natal, bajo el fino ciprés de llama lenta. Tornará a los caminos ama­dos, a la paz melancólica de los vagos crepúsculos malva, a su dulce Landro, a revivir entre los suyos la infancia no gozada, otra infancia madura, plena ya de horizontes hollados y metas vencidas. ¿Y sabeis su ilusión? Esta: con­templar cariñosamente, casi arrobadamente, las bellas Imágenes que regaló a los templos comarcales, las escuelas que ayudó a levantar, las obras pías que hizo. Porque su mayor gloria es eso: ganar su dinero con sudor, duramente, casi amargamente, y verterlo después sobre su tierra con un gesto prócer de hidalgo de cuna

Sí.   Volverá

Entonces, el cielo, todo este cielo vivariense de un leve azul claro de ensueño, tendrá, como en los cuadros cándidos de della Robbia, túnicas verdeamarillas y arcángeles con   guirnaldas