Pregón 1958 Imprimir

Aquella Semana Santa  
  
Ramón Canosa  ( de mi anecdotario )  
Aquella Semana Santa de los tiempos de mi infancia era un alarde de sencillez franciscana, como franciscano fue el origen de sus cultos. Todo quedaba reducido al tradicional sermón de «El En­cuentro», en la Plaza Mayor; tres humildes procesiones, sin el brillo de la menor escenificación, y los sermones de ritual, en el interior de las Iglesias. Y, dentro de este cuadro elemental, la nota original del movimiento autómata de algunas de sus imágenes. Bien poco, en suma.

Pero ocurrió que, a medida que avanzaba el Siglo, comenzó a despertarse en algunas latitudes un visible afán, entre místico y turístico, de renovar la exaltación   de   los cultos externos de la Semana Mayor. Así al menos lo pregonaban los carteles de propa­ganda en los que los nombres de Sevilla, Málaga, Zamora, Cuen­ca, etc., aparecían con tintas cargadas de in­tención remozadora. Y esto dio pie, para que en zonas más modes­tas se intensificara un pugilato de emulación, al que no fue ajeno un pueblo de humildí­simos medios: el nues­tro,    muy    querido.

Desempeñaba a la sazón la coadjutoría de la Parroquia de Santa María un sacerdote vivariense que, sonaba de continuo con el engran­decimiento de nuestra Semana Santa, familiar­mente conocido por D. Manuel de Eduardo. Y este bueno de D. Ma­nuel se propuso, con impulso reflexivo, reno­var las clásicas solem­nidades. Mas el dispo­ner de los medios que asegurasen el éxito del empeño no estaba al alcance de las posibilidades de su Parroquia, no obstante lo cual, la incontinencia de los sueños le lanzó a un plan modesto, de novedades de lentísima ejecución, todo ello en­vuelto en nubes de íncertidumbre. Un plan cuyo primer número fue estrenar (no era mucho) en la procesión del Santo Entierro del año 1913 dos trajes, de terciopelo fino, para vestir los dos capirotes que por primera vez saldrían a la calle, en aquella procesión, y que se­rían los encargados de llevar los lábaros, luciendo las inscripciones bordadas en oro -Senatvs Popvlvs Qve Romanvs» e «I. N. R, I.». Por de pronto, ahí está, para la Historia, el humilde punto de partida de la soberbiosa Semana Santa actual, segunda época.

Pero, como este número era considerado de lujo, Don Manuel ó que los portadores del esplendente atuendo nuevo deberían ser dos chicos «finos», de buena estatura, problema que resolvió autoritariamente el sacerdote, persona de malas pulgas, requiriendo, como para el cumplimiento de un deber militar inexcusable, a dos mozuelos de la Calle de Abajo que, por ser zona de familias acomo­dadas, suponía que contarían con zapatos de charol. Y la elección recayó, con fulminación de rayo, sobre dos chicos muy populares e inquietos: Ramonítos y Manoliño del Aneares. Al serles notificada a los interesados, a través de sus familiares, la decisión irrechistable del sacerdote de requisarlos a ultranza, los designados se revolvieron en alborotada protesta, por lo desusado de la novedad; pero, sobre todo la indignación de Ramonítos, más «fervellasberzas* que el otro, causaba seria impresión a su bonda­dosa madre, temerosa de que la autoridad de Don Manuel se des-templara ante el fracaso.

Mas como esta señora era persona dulce y persuasiva, en lugar de hacer pesar enérgicas decisiones sobre su hijo, se resignó a par­lamentar a base de una transación más o menos compensadora, con ]o cual el chico vio el cielo abierto, para llegar a unasolución negativa, puesto que exigió como precio de su colaboración una bicicleta con freno contrapedal, un traje de color verde botella (entonces muy en moda) y siete días en las fiestas de San Froilán, de Lugo. No dio resultado la estratagema, pues la tarde de Viernes Santo tuvo que someterse e intervenir.

¡Nunca así lo hiciera!, pues Don Manuel se pasó la procesión, rompiendo velas sobre el irisado terciopelo nuevo y gritando a Ramonitos la advertencia airada de que se desviaba de la fila que se le asignara. Estas desviaciones (¡Dios se lo habrá perdonado!) tenían por causa que, deseoso el chico de que no le reconociera el público, a través de los círculos que, deja libre en el capuchón la parte de los ojos, desfilaba con ellos cerrados, lo cual era motivo de que, con frecuencia, irrumpiera en la hilera contraria o cayera ino­pinadamente sobre el grueso de fieles de la suya.

La procesión terminó y, ya en la sacristía, la recriminación del coadjutor, puesto al rojo vivo, no pudo ser más irreverente, pues colocándole a Ramonitos los cinco dedos de la mano en la mejilla, sentenció: «Toma, pra que te acordes d'o Santo Enterro».

Y el deseo se cumplió, pues aun hoy, cuarenta y muchos años después, Ramonitos, convergido en respetable abuelo, al presenciar el paso de Jesús, precedido d* los lábaros, siente un calor especial en la mejilla sacrificada y un simpático escozor de arrepentimiento.

¡Si lo sabré yo...!