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Pregón 1967 Imprimir E-mail

Lino Grandío , Hermano Mayor  
  
Gerino Nuñez  
GALICIA es una tierra que vive en estrecha e íntima unión con el  mar. En el fondo del corazón de cada gallego  hay un marino, un hombre que  cifra sus esperanzas, sus ambiciones o sus sueños en la línea azul del horizonte por donde se abren los rumbos  a la ilusión. Desde siempre sabemos  los  gallegos que el mar es, como ahora  se repite en  un  conocido slogan, el camino del mundo.

El mar, a través de la profundidad suave de las rías, se adentra en la entra­ña misma de nuestras tierras en donde la mano de Dios situó el abrupto perfil de la Estaca como rosa de los vientos para el Viejo Mundo; si el gallego no ha nacido en la ribera del mar, ni ha tenido la suerte de criarse en convivencia con ese mundo maravilloso de la pesca y la navegación, de las redes y apare­jos, de la vida alegre y laboriosa de los puertos pesqueros, con sus afanes, su tradición y su austeridad, desde los valles umbríos, desde los caseríos repar­tidos en las suaves laderas o en medio de las verdes montañas, aún alejado de la costa, marino al fin , en está tierra en donde los arzobispos compostelanos crearon la primera armadla de España, sueña sus sueños de emigrante, esa otra navegación que ha esparcido a nuestros compatriotas por los cuatros costados del mundo.

Del mar han aprendido siempre los gallegos la constancia, la bravura, la dulzura arrolladora del lenguaje y, sobre todo en el ciclo eterno de marees y pleamares, la decisión y el propósito del retorno.

El corazón del gallego alejado de su tierra tiene siempre, como las caracolas de sus playas, en lo más hondo de sí mismo, añoranza de mar, sonoridad de las olas, del murmullo suave de la espuma sobre !a arena brillante de las playas;
   
aun en esa otra y novísima emigración que los ha esparcido por todos los caminos de Europa, esos hombres perdidos entre pueblos, lenguas y costumbres extrañas, sueñan con el regreso que ha de traerles por el milenario camino del Apóstol; un retorno guiado, al fin y al cabo, por las estrellas como en la mejorarte de navegación.

Y por eso el gallego retorna siempre, por eso muere en la  emigración,  si muerte le sorprende, con el anhelo profundo del regreso, viva en la imagino-la visión venerada del Apóstol, emigrante a impulso de la palabra de Dios, que desde allende los mares, navega días interminables para llegar a la quietud m sepultura compostelana,  encallando su barca  en  la arena  de las rías bajas. Castelao pintó la tremenda tragedia del emigrante derrotado,  sus pupilas vidriada por la fiebre, hundido el rostro en la almohada muí ida por las manos amohosas de la madre, viejecita y consumida como un sarmiento, sen­tada a la cabecera de la cama, de espaldas a las ropas colgadas en la pared y sobre las que descansa, ya inútil, el tradicional sombrero de pajilla, y que ve desaparecer una ilusión en las tristes palabras del hijo: «Eu non quería morrer ala  ¿sabe, miña nai?
Pero entre el emigrante que vuelve con la tristeza de la derrota escrita en el rostro, ese emigrante que retorna para exhalar su último suspiro al lado de las cosas que le vieron nacer, y el emigrante que vuelve triunfante pero egoísta, para vivir su triunfo encerrado en sí mismo, hay esos hombres que han vuelto para formar parte nuevamente de la vida, del desenvolvimiento y del progreso de su patria, y pocas veces, por cierto, se ha destacado suficientemente la labor y la influencia de la emigración en la vida y en el progreso de España pese a ser, aún hoy, un factor tan claro e importante de nuestras realidades.

Lino Grandío es precisamente uno de estos hombres que ha luchado y vivido en el mundo de la emigración y ha retornado para encardinarse nueva­mente en el afán y la preocupación de la vida cotidiana de su pueblo. Lejos de todo egoísmo, de tola decepción, de toda amargura desilusionada, ha estado siempre dispuesto a prestar su esfuerzo a cualquier actividad en pro de las más  diversas realidades vivarienses.

No es la intención de estas líneas hacer un apunte biográfico de Lino Grandío; no es su intento describrir la emocionada actitud de un pobre rapaz lleno de esperanzas que, provisto de una documentación como vecino de San Isidoro del Monte —en uno de aquellos sobrados trucos para aparentar la escasa edad que entonces se exigía— tomó el barco un día cualquiera en los muelles d* La Coruña; ni contar su primera conquista del mundo fantástico de la emi­gración, su primera satisfacción, bebiendo atropellada y ávidamente una botella de cerveza helada después de una jornada extenuante de trabajo. No se va hablar aquí de Lino Grandío, hombre de negocios, perdido entre las duras nevadas de Boston echando de menos los largos y plácidos inviernos gallegos cuando la bruma se enreda en la copa de los pinos y el orballo cae lentamente barnizan­do las losas de la calle; ni vamos a recordar sus ojos arrasados en lagrimes viendo, en las tumultuosas calles neoyorquinos, flamear al viento la bandera española, ni siquiera recordaremos su figura menuda e inquieta presidiendo solemne la marcha de los desfiles procesionales, simplemente traeremos aquí su ejemplo, sino como elogio que lo sería bien pobre, como homenaje de simpatía y cariño a su proceder.

Lino Grandío, miembro de aquellas medioevales órdenes terceras que fue­ron un intento de acercar la Iglesia al mundo del trabajo y llevar su elevada espi­ritualidad hasta todos los ambientes, tiene un lugar destacado entre ese grupo de entusiastas vivarienses que tanto han hecho para conservar y engrandecer la celebración de la Semana Santa, una más entre las actividades en que ese hombre ha puesto su esfuerzo y su sacrificio al servicio de Vivero y por ello, y por todo lo que tiene de símbolo y ejemplo, nuestra sincera gratitud
 

 

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