Pregón 1982 Imprimir

  
El encuentro eucaristico en el atrio de Santa María  
  
Enrique Chao Espina

Francisco Leal Insua  

Resulta curioso que entre los muchos apologistas de los cultos de la Semana Santa vivariense apenas se refiera alguno al emotivo acto litúrgico final que todos los años se celebra el domingo de Pascua florida en el atrio de Santa María del Campo, Y éste si que entra totalmente en la estructura histórica del auto sacramental con un mínimo desarrollo de procesión eucarística.

En mis recuerdos infantiles, tan llenos aún de personas y cosas en ese atrio —no se pasan en vano varios años de convalecencia en un lugar Incomparable mirando al cielo— que separa y aproxima los dos templos de Intramuros, lugar preferido entonces para reuniones de niños en sofo­co de juegos y en descanso de lecciones de Doctrina dominical, aún se re­fleja la escena lejana de la mañana del domingo de Gloria.

Se abren totalmente las puertas frontales interiores y exteriores del casi milenario templo románico y aparece el Santísimo bajo palio, pre­cedido de cruz y ciriales alzados por monaguillos con roquete, y acom­pañado por sacerdotes de rizada pelliz almidonada; por laborantes de obrador principal: por mujeres piadosas ya rendidas de los rezos Íntimos y de los largos desfiles de toda la Semana Mayor; de fieles de las dos parroquias ciudadanas, con la adición de algunos asistentes conspicuos de Cillero y de Covas, que son los que discuten o perdonan al núcleo urbano sus desatenciones a la Ría. Con todo, no suelen llenar el atrio como en el Desenclavo.
   
Suben las antífonas y los humos olorosos a la transparencia matinal, y el cortejo se dirige al ábside, siguiendo la fachada sur. Mientras, sale San Juan hacia el mismo sitio flanqueando la del norte. Al encontrarse el Discípulo con el Señor sacramento, vuelve a la puerta principal del templo para avisar a Nuestra Señora, Igual que el Viernes Santo en la plaza.
Pero ahora no es la Dolorosa sino la Virgen del Rosario (sin rosario y sin Niño), oculta bajo una amplia mantilla negra confeccionada por monjas españo­las en la isla filipina do Luzón —cuando la gobernaba don Luis Pérez das Marinas—, que sigue a San Juan. Al llegar ante el palio, el joven Apóstol se coloca al lado del Sacramento, y los llevadores de Nuestra Señora hacen una triple genuflexión con el anda, la depositan en tierra y le retiran a la imagen la tupida blonda. Entonces aparece sonriente la Virgen con una rosa dorada en la mano dársena, que le ofrenda al Señor, simbolizando el primer gran mistarlo glorioso: el de la Resurreción del Hijo de Dios hecho Hombre.

Pero ahora no es la Dolorosa sino la Virgen del Rosario (sin rosario y sin Niño), oculta bajo una amplia mantilla negra confeccionada por monjas españo­las en la isla filipina do Luzón—cuando la gobernaba don Luis Pérez das Marinas—, que sigue a San Juan. Al llegar ante el palio, el joven Apóstol se coloca al lado del Sacramento, y los llevadores de Nuestra Señora hacen una triple genuflexión con el anda, la depositan en tierra y le retiran a la imagen la tupida blonda. Entonces aparece sonriente la Virgen con una rosa dorada en la mano dársena, que le ofrenda al Señor, simbolizando el primer gran mistarlo glorioso: el de la Resurreción del Hijo de Dios hecho Hombre.


Vuelve a formarse el cortejo, que completa el rodeo al templo por el exterior, entre sahumerios y cánticos:

Reina del Cielo, alégrate —aleluya— porque el Señor, a quien has merecido llevar —aleluya—, ha resucitado, según su palabra —aleluya-Ruega al Señor por nosotros —aleluya—...»

¿No iba el Hijo a mostrarse a la Madre inmaculada antes de que le viera la Magdalena, o antes de seguir el camino de Emaús?

Aunque en esa ocasión anual del Encuentro Eucarístico en el atrio mi padre siempre me llevaba de la mano —jQué suave y acariciante aque­lla mano encallecida! —.yo me volvía torpemente para mirara lo alto por­que sabia que todo a lo largo del alero del convento, al borde mismo del losado, se asomaban esa mañana unánimes y silenciosos los jilgueros, los serines y los gorriones que ya tenían nido en los limoneros, los pera­les y los manzanos custodiados por las bardas de los pocos huertos que ya quedaban en la ciudad.

Presencié últimamente con gran nostalgia en Santa María el repetido y siempre renovado auto sacramental, pero no vi por encima de las viejas celosías monjiles ni jilgueros, ni serines, ni siquiera gorriones. Pregunté, y nadie me dio razón.

De repente, en el insomnio del tren al retornar a Madrid, di con la so­lución: ¿Cómo van a quedar pájaros en mi pueblo si ya no quedan masque dos huertos? Las últimas cercas con frutales se las están disputando, a millón por mano, los ejecutivos de dos compañías inmobiliarias.